A John Coyne
-Mucho calor - afirmó Osvaldo, alcanzándole otra cerveza al Turco.
-Mucho para ser octubre.
Llevaban una semana en la casa. Una semana mirando la nada, aburriéndose con un mazo de cartas, y esperando que el teléfono sonara de una buena vez.
Habían llegado de noche, en un Mercedes bastante nuevo y con el baúl cargado de provisiones. Los caminos vecinales, huellas serpenteantes entre pajonales resecos, los ocultaron de posibles curiosos.
Bajo la galería, el aire caldeado anticipaba el verano. Los dos hombres mantenían en las sillas sobre las patas traseras, apoyando los respaldos en la pared de tablas despintadas. Ambos vestían ropa amplia y usaban anteojos negros. La mesa que los separaba se cubría de latas de Budweiser y un cenicero rebosante.
Frente a ellos, el desierto pampeano: un ardiente océano, ocre, manchado de espejismos líquidos, bajo un arco de metal fundido. En el horizonte, se achicharraba un monte de espinillos.
-Odio esperar -Osvaldo se desprendió la camisa manchada de sudor.
-Es parte del trabajo -dijo el Turco, y se encogió de hombros.
-Sos un conformista, vos.
-No. Soy un profesional. Y hasta que no nos llamen, nos quedamos bien quietitos.
-Pero yo necesito distraerme.
El Turco desenfundó la Browning, le sacó el cargador, accionó la corredera, y espió la recámara.
-Arena de mierda -dijo-, parece talco. Se te mete en todos lados.
-Ahá.
Una brisa tórrida cruzó la galería. El desierto les resollaba en la cara con un soplo áspero.
-Cuando era pibe -dijo Osvaldo-, mi viejo me regaló un Meccano. ¿Te acordás del Meccano? Bueno, me regaló el más grande. Mi viejo era así. Me vendría bien tenerlo acá.
-¿Al juguete o a tu viejo?
-A cualquiera.
-Yo no tuve a ninguno de los dos -dijo el Turco-. O sí, media docena de "viejos", tuve.
Volando en una espiral abierta, un carancho planeó ante los hombres. La cabeza oscilaba con lentitud.
-Parece muerto -dijo Osvaldo-. Vuela, y parece muerto.
El Turco metió el cargador y desplazó la corredera. Afirmando la culata con las dos manos, hizo fuego.
El estampido ahogó el retintín de la vaina, que rebotó en la galería y se perdió en el patio polvoriento. El pájaro se elevó de costado, y cayó con las alas desplegadas; se estrelló en la arena, las patas hacia arriba.
-Ahora está muerto de verdad, y no vuela -dijo el Turco, que se rió.
-¿Qué hacés, boludo,? me dejaste sordo.
-¿Boludo? -preguntó sin dejar de reírse-. ¿Boludo, a quién?
-A vos, boludo -refunfuñó Osvaldo-. ¡Qué pelotudo sos! -empujó el meñique en el oído y lo agitó.
-Pedime disculpas.
La risa había cesado, pero el Turco seguía mostrando sus dientes caballunos, y la Browning apuntaba a la cabeza de Osvaldo.
-¿Qué hacés? -Osvaldo torcía la cara, y agitaba una mano frente al ojo oscuro, vacío, de la Browning-. Dejá eso tranquilo, no seas bolú... ¡No jodás, che!
-Pedime disculpas -en la voz del Turco había una helada placidez.
Los espejismos se habían concentrado en una franja. Osvaldo tuvo una ocurrencia fugaz: el monte de espinillos, convertido en manglar, hundía sus raíces en un mercurio tembloroso y volátil. El desierto se inundaba minuto a minuto, amenazando con sumergir la casa y los hombres.
-¡Salí! -su propia voz aguda disolvió la alucinación-. ¡Apuntá para otro lado!
-Pedime disculpas.
-¡Bueno, disculpame, Turco! ¡Disculpame!
La segunda detonación fue una especie de tos seca. Osvaldo se ladeó, igual que el carancho. Una crema roja, con grumos grises, salpicó las tablas carcomidas de la pared.
-No te disculpo nada -dijo el Turco.
Entonces, Osvaldo enderezó la cabeza deformada y chorreante.
-Disculpame, Turco -repitió-. ¡Disculpame!
El Turco apretó de nuevo el gatillo, una y otra vez. A cada disparo, la cabeza volvía a enderezarse y a suplicar:
-Disculpame, Turco. ¡Disculpame!
Pequeñas olas de espejismo rompieron contra el muelle de la galería.
Dentro de la casa, apagado por el estruendo de los tiros y la voz de Osvaldo, el teléfono comenzó a sonar.
Este cuento pertenece al libro El mejor amigo, de Marcelo Choren.
-Mucho calor - afirmó Osvaldo, alcanzándole otra cerveza al Turco.
-Mucho para ser octubre.
Llevaban una semana en la casa. Una semana mirando la nada, aburriéndose con un mazo de cartas, y esperando que el teléfono sonara de una buena vez.
Habían llegado de noche, en un Mercedes bastante nuevo y con el baúl cargado de provisiones. Los caminos vecinales, huellas serpenteantes entre pajonales resecos, los ocultaron de posibles curiosos.
Bajo la galería, el aire caldeado anticipaba el verano. Los dos hombres mantenían en las sillas sobre las patas traseras, apoyando los respaldos en la pared de tablas despintadas. Ambos vestían ropa amplia y usaban anteojos negros. La mesa que los separaba se cubría de latas de Budweiser y un cenicero rebosante.
Frente a ellos, el desierto pampeano: un ardiente océano, ocre, manchado de espejismos líquidos, bajo un arco de metal fundido. En el horizonte, se achicharraba un monte de espinillos.
-Odio esperar -Osvaldo se desprendió la camisa manchada de sudor.
-Es parte del trabajo -dijo el Turco, y se encogió de hombros.
-Sos un conformista, vos.
-No. Soy un profesional. Y hasta que no nos llamen, nos quedamos bien quietitos.
-Pero yo necesito distraerme.
El Turco desenfundó la Browning, le sacó el cargador, accionó la corredera, y espió la recámara.
-Arena de mierda -dijo-, parece talco. Se te mete en todos lados.
-Ahá.
Una brisa tórrida cruzó la galería. El desierto les resollaba en la cara con un soplo áspero.
-Cuando era pibe -dijo Osvaldo-, mi viejo me regaló un Meccano. ¿Te acordás del Meccano? Bueno, me regaló el más grande. Mi viejo era así. Me vendría bien tenerlo acá.
-¿Al juguete o a tu viejo?
-A cualquiera.
-Yo no tuve a ninguno de los dos -dijo el Turco-. O sí, media docena de "viejos", tuve.
Volando en una espiral abierta, un carancho planeó ante los hombres. La cabeza oscilaba con lentitud.
-Parece muerto -dijo Osvaldo-. Vuela, y parece muerto.
El Turco metió el cargador y desplazó la corredera. Afirmando la culata con las dos manos, hizo fuego.
El estampido ahogó el retintín de la vaina, que rebotó en la galería y se perdió en el patio polvoriento. El pájaro se elevó de costado, y cayó con las alas desplegadas; se estrelló en la arena, las patas hacia arriba.
-Ahora está muerto de verdad, y no vuela -dijo el Turco, que se rió.
-¿Qué hacés, boludo,? me dejaste sordo.
-¿Boludo? -preguntó sin dejar de reírse-. ¿Boludo, a quién?
-A vos, boludo -refunfuñó Osvaldo-. ¡Qué pelotudo sos! -empujó el meñique en el oído y lo agitó.
-Pedime disculpas.
La risa había cesado, pero el Turco seguía mostrando sus dientes caballunos, y la Browning apuntaba a la cabeza de Osvaldo.
-¿Qué hacés? -Osvaldo torcía la cara, y agitaba una mano frente al ojo oscuro, vacío, de la Browning-. Dejá eso tranquilo, no seas bolú... ¡No jodás, che!
-Pedime disculpas -en la voz del Turco había una helada placidez.
Los espejismos se habían concentrado en una franja. Osvaldo tuvo una ocurrencia fugaz: el monte de espinillos, convertido en manglar, hundía sus raíces en un mercurio tembloroso y volátil. El desierto se inundaba minuto a minuto, amenazando con sumergir la casa y los hombres.
-¡Salí! -su propia voz aguda disolvió la alucinación-. ¡Apuntá para otro lado!
-Pedime disculpas.
-¡Bueno, disculpame, Turco! ¡Disculpame!
La segunda detonación fue una especie de tos seca. Osvaldo se ladeó, igual que el carancho. Una crema roja, con grumos grises, salpicó las tablas carcomidas de la pared.
-No te disculpo nada -dijo el Turco.
Entonces, Osvaldo enderezó la cabeza deformada y chorreante.
-Disculpame, Turco -repitió-. ¡Disculpame!
El Turco apretó de nuevo el gatillo, una y otra vez. A cada disparo, la cabeza volvía a enderezarse y a suplicar:
-Disculpame, Turco. ¡Disculpame!
Pequeñas olas de espejismo rompieron contra el muelle de la galería.
Dentro de la casa, apagado por el estruendo de los tiros y la voz de Osvaldo, el teléfono comenzó a sonar.
Este cuento pertenece al libro El mejor amigo, de Marcelo Choren.